Stop al conductor

Desde que utilizo el coche como medio de transporte para moverme por la ciudad he perdido el romanticismo. La cosa es que no me queda otro remedio porque vivo lejos y o pierdo eso, o pierdo tiempo. Y puestos a elegir, he decidido quedarme con un par de horas para hacer lo que me venga en gana. Seguramente es un error.


En la vida siempre tenemos que elegir un camino u otro, y yo he elegido el de la autovía. Coger mi pequeño corsa y en marcha. Y eso conlleva haber perdido el contacto con la gente anónima: con la abuelita que va comprar el pan, con la chica de la parada del autobús a la que se le ha caído la bufanda y quién sabe, quizá hasta con el amor de mi vida que estaba esperándome en un paso de cebra cualquiera. ¡Cualquiera no! era uno de los pasos de cebra que están de camino a mi trabajo.

Pues que lo echo de menos, me gustaba toparme con gente a la que no puedo juzgar y a la que me sale con mucha más facilidad regalarle una sonrisa sin precedente alguno. No sé, lo considero algo especial de la vida, un contacto humano del que nos privamos encerrados en una lata con ruedas, habitualmente, solos dentro de ella.

Así que bueno, me he planteado volver a la época adolescente cuando todavía no tenía carnet y usaba mis piernas como medio de transporte, porque en aquellos tiempos, prefería ahorrarme el euro que costaba el autobús y gastármelo en tonterías varias. Varias tonterías las que hacemos, que hoy mismo, he ido al gimnasio en coche. Incongruencias de la vida. Múltiples vidas en una misma.