El segundo de los últimos veintidós días

Manuel había dormido exactamente siete horas y media, como todos los días. Había encendido el grifo de la ducha, levantado la taza del váter, cepillado los dientes y se había mirado al espejo, que se estaba comenzado a empañar. Después, se dio un baño de seis minutos, y tras envolverse en el albornoz, se había vestido. Tuvo que llamar a su asistenta para que le atase los zapatos. Él no había podido volver a hacerlo.

En los quince minutos que le quedaban hasta subirse a su coche, se tomó una taza de café caliente, ardiendo, y se quedó absorto mirando la baldosa amarillenta de su cocina. Mariela, después de seis años, ya estaba acostumbrada a la escena y la vivía con absoluta normalidad. Solamente cuando él se levanta de la silla le volvía a hablar, siempre, para desearle un buen día y meterle una pieza de fruta en el bolsillo.



Hoy no le apetecía ir a trabajar y había decidido llamar a su jefa y ponerle alguna excusa, pero no se le daba bien mentir y se veía imposibilitado para poner voz de enfermo. Así que recurrió a su madre, que prometió una y mil veces que no lo iba a hacer, pero que terminó haciéndolo. Con la conciencia tranquila se tumbó en el sofá, encendió la televisión y se volvió a quedar dormido.

Se despertó dos horas después y notó que había mojado el cojín, todavía quedaban restos de baba en sus labios y la televisión seguía encendida. Lo primero que se le pasó por la cabeza es volver al muro del barrio Sur para esconderse tras él y escuchar. Sentía miedo cada vez que lo hacía, pero la subida de adrenalina que le aportaba superaba con creces al temor. Aunque todavía no se había atrevido a mirar a qué.

El estridente sonido del timbre de su casa desvaneció todos sus pensamientos, pero no se levanto a abrir. Fue su madre, de setenta años y con seis operaciones de rodilla a cuestas, quién tuvo que recorrer el largo pasillo que separaba la sala de estar con la puerta de entrada. Poco le costó recorrerlo a él cuando oyó a una mujer de mediana edad al otro lado rogando algo de comer. Le gritó que se marchará, sin saber muy bien por qué, siempre le habían desagradado las personas que vivían de la benevolencia de los demás.



A las ocho y veinte en punto, estacionó su fiat en la plaza que tenía reservada hace nueve años para él, esta vez libre de cualquier intruso. Subió a casa. Se quitó el abrigo. Y le dijo a Mariela, que ya le tenía preparada la cena encima de la mesa, que ya se podía marchar. Medio desaborido, medio cortés. Medio triste, medio acostumbrada, le deseo buenas noches y cerró la puerta. Detrás de ella siempre le decía te quiero y llamaba al ascensor.


Evii A.